jueves, 23 de agosto de 2012

Amantes del cotilleo

 Deja que todo huela a sexo.
El principio puedes imaginártelo, ¿Quién sabe? Se conocieron en un bar de copas, corriendo por el paseo o flirteando desde la lejanía de una parada de bus a otra. En distintas direcciones, pero ante todo, sexo.


El chico la apoyó sobre la puerta del apartamento. Intentó abrirla a duras penas mientras su lengua resbalaba con ganas en la boca de la chica castaña. Espera, espera. Sonreía. Déjame abrir, o acabaremos aquí mismo. Qué poco sexual había sonado aquello, pero daba igual, la entrepierna de la chica ya estaba empapada y algo abultaba con exageración los pantalones del moreno. Entraron y las llaves cayeron donde pudieron, el chico se dio la vuelta y esta vez ella se abalanzó sobre él, ahora no tenía  la camisa que llevaba puesta cuando la empujó contra la puerta del piso, y para su sorpresa, debajo no había sostén. La saliva sonaba con cada beso, hacía calor, se necesitaba algo más que besos, hacía calor... Se recostaron sobre un sofá con orejas que hacía de tumbona, ella encima, por supuesto. Llevaba unos pantalones largos, unos leggins, eran tupidos y de apariencia de cuero, a la chica se le marcaba cada centímetro de sus piernas, no muy consistentes, pero aun así, delgaditas, conseguían el contorno perfecto al que se añadía una cintura pequeña con una espalda estrecha y un pecho poco voluminoso. La chica lo miraba sonriendo mientras él hacía impulso hacia arriba para desabrocharse los pantalones. Ella hizo esfuerzos por mantenerse a pulso sobre los brazos de aquella semi tumbona y a la vez bajarle los pantalones a él, pero lo consiguió. Qué difícil es cuando uno está así. Pensó él.  De nuevo se besaban, ella reclinada sobre él con aquellos leggins sin camisa ni sostén, y él dejando que cada beso supiese más intenso con el peso de la chica encima. La acariciaba con dulzura, metía con timidez los dedos por debajo del elástico de la ropa interior de Ana, que se movía seductora a la vez que le agarraba la raíz del pelo de forma que su codo quedara por encima de la unión de cuello y hombros del chico. Las respiraciones, ya entrecortadas de la actividad anterior, empezaron a transformarse en suspiros de placer cuando cada uno se despojó de lo que llevaba encima y empezó a acariciar al otro. Ana se restregaba contra las partes íntimas del chico, haciendo que éste, del placer contenido, echara su cuello tan atrás que el sillón acabó tumbado en el suelo. Ambos se llevaron un buen susto, rieron, y se miraron. Y Ana se levantó, y el chico también, lo cogieron de la mano y lo llevaron al ventanal que daba a la calle principal. Aquello era un séptimo por lo menos, pero si algún curioso paraba la vista allí podría verlos perfectamente. La chica se arrodilló ante él y pegó las plantas de los pies y el trasero a la cristalera, haciendo una mejor visión de ambos a los viandantes. Y así, arrodillada cogió al chico de un muslo y lo arrastró hacia ella, que tenía la boca abierta y lo miraba desde abajo pidiendo que aquel miembro ya erecto, duro y caliente entrara en ella. Primero pintó sus labios con él y se empapó de saliva, lamió sensualmente  el tronco e introdujo la mitad del miembro para sacarlo y hacer succión. EL chico parecía tener los ojos desorbitados, frente a todo el mundo, allí, una chica cualquiera le hacía una felación. Esta vez Ana hizo que tocara el fondo de su garganta, dejándolo ahí varios segundos, y sacándola tras una pequeña molestia detrás de la lengua. Un hilo de saliva unía la lengua y la punta del miembro, aquella habitación ya olía a sexo puro.  Ana siguió con el protocolo que ella creía conveniente, hasta que el chico, excitado y empapado en sudor, sin el más mínimo asomo de aviso para la chica, eyaculó en su boca. Esto a Ana no le sentó muy bien que digamos, pero siguió introduciéndose el miembro lentamente mientras sentía el líquido espeso y caliente dentro de su boca, el líquido que ahora se deslizaba por su barbilla junto a su saliva y cubría sus mejillas.
Lo siento. Jadeaba, pulmones llenos, vacíos, llenos, vacíos…
No pasa nada, de verdad. Ana anduvo hasta la cocina, el chico escuchó el tintineo que hacen los cubiertos al chocar cuando buscas alguno entre la multitud del cajón de la cocina. ¿Qué buscas? ¿Ana?
Y un dolor punzante, en su miembro, un sonido desagradable, sangre caliente por los muslos. Nadie, nadie, me hace eso. Aunque, lo he pasado bien en el fondo. Hasta la vista, Alfonso. Y tras vestirse, lo dejó allí, sin miembro y desangrándose, como su madre lo trajo al mundo.

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