Mot


Mot


A Fran, mi vecino y amigo.


Unos ojos azules acaban de despertarse, separan y unen fuerte sus pestañas. Se llevan las manos a la cara, estiran todo el cuerpo, notan los dedos fríos de sus pies contra las sábanas. Es jueves. ¿Por qué es de día, si son las siete de la mañana? El pensamiento de que el cambio de hora ha debido afectar a la luz matinal pasa por la cabeza de Fran. Después de mantener en tensión los músculos, se deja caer sobre el colchón con un suspiro. Pasan cinco minutos hasta que el oído se acostumbra y el ruido de la calle se aprecia mejor. ¿Por qué escucho a mis vecinas? ¿Por qué hay tantos coches en marcha? Y de repente; en pie, un vuelco al corazón y Fran se asoma a la ventana. Deben de ser por lo menos las diez, hay niños jugando en el patio del colegio de al lado, varias mujeres tiran de su carro de la compra, los obreros del nuevo edificio en construcción se toman su desayuno y en el reloj suena la alarma. Fran va a paso ligero por su casa, el suelo está frío y las pisadas suenan como piedras golpeándose entre sí.



- ¿Mamá? - No había nadie en la casa, así que nadie me contestó. Estaba solo, eran las once menos cuarto y la alarma acababa de sonar. - Me he quedado dormido... - susurré mientras miraba a mi alrededor en busca de alguna nota que explicara qué hacía en mi casa cuando debería estar en el instituto.

Por un momento, un golpe de soledad se apoderó de mí como un deja vu, pero volvió la calma a mi interior, pasó tan rápido que ni siquiera estaba seguro de qué había sentido exactamente. Me dejé caer sobre el sofá del salón pensando que para un día libre que tenía lo iba a aprovechar durmiendo. Estiré las piernas y busqué el mando debajo de la mesita, lo cogí y cuando fui a mirar qué botón encendía la televisión me di cuenta que entre mis manos sostenía mi móvil. Aquí estás. Levanté la tapa y marqué el número de mi madre, seguramente estaría comprando en el mercado o habría ido a hacer deporte como siempre.
El móvil comenzó a sonar a la vez que un ruido similar al de una sartén con aceite hirviendo y su olor llenaban el salón. Levanté la vista hacía la puerta de la cocina y asustado, pegué un salto.

  • ¿Qué haces llamándome? - Mi madre estaba haciendo la comida con el pijama y las zapatillas de andar por casa puestos, llevaba una cola alta , sus gafas y el delantal de cocina.

Asombrado me acerqué a la cocina para hablar con ella. Me parecía que aún no había despertado del todo y que estaba soñando, pellizqué mi antebrazo, pero sentía perfectamente el dolor, todo era real.

  • ¿Cuándo has llegado? No te he escuchado entrar ni vestirte. - Mi madre, al contrario que yo, se mostraba serena y movía las patatas de la sartén para que no se quemaran.
  • Llevo un buen rato en la casa Fran, y te he despertado cuando he entrado. Estabas todavía dormido, así que te habrás recuperado ya con tanto dormir, ¿no? Mañana vuelves al instituto. - No me miraba , estaba pendiente a la sarten. Rompía un huevo, crack, y otro, crack, cogió el tenedor y empezó a batirlos en el bol.
  • No me acuerdo, cuando me he despertado creía que me había quedado dormido y por eso no había ido al instituto. - Estaba más relajado, ahora me apoyaba contra la pared de la cocina y hablaba pausado, mi corazón había dejado de latir estrepitosamente y cogió un ritmo normal. De repente un fuerte dolor en la frente surgió de la nada y me llevé la mano a la cabeza. Me dolía tanto que me hizo agacharla y soltar un alarido. - ¡Mamá! ¡Me duele la frente!
  • Ahora no hagas tearttritsos, mañrhana vsal isntisutursto …
Todo se ralentizó. La voz de mi madre cada vez se escuchaba más lejana, cada vez más apagada. Noté cómo mis rodillas topaban con el suelo. Mi mano izquierda, la que no tenía ocupada presionándome la frente, buscó la pared a tientas, la vista se me nubló y mareado intenté levantarme. Me agarré al brazo del sofá ayudándome de las dos manos y el impulso de mis piernas, respiré hondo, cerré los ojos lo más fuerte que pude y conté hasta tres para volver a abrirlos. Mientras intentaba huir de ese dolor insoportable en mi frente mi interior pedía a gritos la ayuda de mi madre , pero mis labios no respondían. Uno, dos... tres. Todo volvía a estar bien salvo mi respiración entrecortada. Aferrado al brazo del sofá me puse en pie y busqué en la cocina a mi madre esperando que estuviera mirándome sin saber qué hacer, pero no estaba en la cocina, el ruido de la sartén había desaparecido y el delantal que mi madre llevaba encima estaba colgado en el perchero junto a la nevera.

  • Hola cariño - La puerta de la casa se abrió y apareció mi padre. Colgó su abrigo en la percha y se acercó a mi madre que ahora estaba sentada en el sofá esperando para comer juntos - ¡Huele desde el aparcamiento! Uhmmm. - Tocó su barriga moviendo la mano alrededor de su ombligo y dirigió su mirada hasta mí. Encontré pena en los ojos de mi padre. Por un momento me pareció que iba a romper a llorar, pero esbozó una sonrisa y me revolvió el pelo. - ¿No te encanta la tortilla de tu madre?
  • Eres un exagerado, no te creas que por eso voy a servirte más de la cuenta, que además de tortilla hay ensalada y filetes. - Mi madre se levantó y llevó los filetes y la ensalada hasta la mesa, pidiéndome por favor que me sentara.
  • Ana, ya sabes que podría distinguir tu tortilla entre todas las otras tortillas del mundo. - Los dos rieron juntos. Parecía que nada me había pasado, que sólo yo había vivido esos diez interminables segundos de mi vida que para mi madre habían sido tiempo suficiente de preparar la comida. ¿Qué estaba pasando?
  • Mamá, ¿no has visto que me he mareado, que me he caído? Ni siquiera has venido a ayudarme... - La miré con gesto de enfado y ella dejó caer el tenedor en la mesa.
  • ¿Cómo? - preguntó mi padre, que parecía demasiado angustiado para un simple mareo.
  • Te he dicho que no debíamos preocupar a tu padre, Fran. ¿Qué es eso de que no te he ayudado? Si te he tumbado en el sofá, te has bebido el agua que te he traído... bueno, será el mareo. - Me sonrió al ver que no podía creerme lo que decía. Yo no había vivido nada de eso. Aunque podía tener razón... la mente hace cosas muy extrañas y borra recuerdos demasiado desagradables para uno mismo, aunque yo aún seguía recordando ese fuerte dolor de cabeza y las punzadas en la frente como si me estuviera pasando en ese mismo momento.
  • Esta tarde iremos al médico, ¿pensabas ocultármelo? - Mi padre miró a mi madre y se sentó a la mesa con tal brusquedad que me pareció incluso ensayada.
  • Cariño, no te enfades. Sé que estás preocupado por tu hermana; pensaba llevarle yo misma esta tarde, ha sido un mareo tonto, seguramente producto de la fiebre que tuvo anoche. - Mi madre cortó una porción más grande de lo habitual de tortilla para mi padre en señal de perdón.
  • Bueno, no puedo decir que no a una tortilla como esta. - Sopló al trozo de tortilla que había cogido con el tenedor y se lo metió en la boca. Tras haberla saboreado levantó un pulgar y guiñó a mi madre.
Comimos en silencio durante unos minutos, sin mirar más que el plato de comida y el vaso. Solo se escuchaba el roce de los cubiertos y el jaleo del exterior.

  • ¡Ah! Además, hoy hay postre especial. He encontrado los bombones que nos regalaron por navidad, no me he podido resistir a la tentación de coger un par de ellos durante la mañana, están buenísimos. Traían una nota, aunque no la entiendo muy bien. - Recogió algunos platos de la mesa y trajo la caja de bombones de la cocina. En ese momento se encendió la televisión con un volumen muy alto. Me tapé los oídos y le grité a mi padre que bajara la voz.
  • Pero si lleva desde que llegué encendida... Deberías acostarte hasta que vayamos al médico. - De nuevo ese sentimiento de pena en la mirada de mi padre; sus ojos ahora parecían pequeñitos y llorosos.
  • Aquí está, mirad : “La posibilidad de que pase es lo que nos prepara para cuando suceda” Y parece que no venía con la caja. ¿Quién nos la regaló? - Mi madre era ajena a la conversación con mi padre, a mi gesto de taparme los oídos y a que la televisión acababa de encenderse y estaba a todo volumen. - Bueno, coged uno. - Sonrió estirando el brazo y dejando la caja a nuestro alcance, mi padre cambió la expresión de su cara y cogió uno; luego se levantó y anduvo hasta su cuarto, cerrando la puerta tras el sonido de sus pisadas. - Qué alta está la tele, ¿no? Madre mía. - Mi madre buscó el mandó y bajó el volumen.

La ayudé a recoger todo y sentí la necesidad de ir al baño. Pasé por delante del espejo y noté que algo oscuro estaba en mi frente. Volví rápidamente hasta mi reflejo y descubrí un moratón enorme e hinchado en la zona superior de mi ojo derecho. Supuse que habría aparecido después del dolor tan fuerte o que quizá me diera contra el suelo al marearme, pero ¿por qué mis padres no habían dicho nada?

  • ¡Mamá! ¿¡Has visto lo que tengo en la frente!?
  • Fran, vístete, vamos a llegar tarde al médico. - Mi madre estaba vestida esperándome en la puerta, colocándose el abrigo encima de una camiseta que usaba para estar en casa.
  • ¿Ya nos vamos? - Pregunté sorprendido de la rapidez con la que mi madre había arrancado para ir a un sitio al que a ninguno de los dos nos hacía mucha gracia ir.
  • Sí, prepárate.

Fui a mi cuarto, elegí la ropa, me vestí, me cepillé los dientes y me peiné un poco los cuatro pelos que me había dejado el último peluquero al que fui echándome un poco de agua. Cogí mis llaves y salí de casa con mi madre. Fuera hacía frío, pero no era como otros días anteriores en los que necesitabas una bufanda o algo que tapara bien tu garganta para no cogerte un buen resfriado. Bajamos las escaleras hasta el coche y mi madre condujo hasta el médico que no quedaba muy lejos de mi casa. Esperamos fuera unos veinte minutos que me parecieron bastante cortos.

  • Veamos... ta ta ta ta ta... sí... Francisco Regalado. - Era un médico, un señor de gafas de pasta y apenas cuatro pelos en una cabeza que brillaba por la luz del fluorescente.
  • Exacto – Se apresuró a decir mi madre.
  • Cuéntame, ¿qué te pasa?
  • Pues... hoy me ha pasado algo muy extraño. De repente me he mareado, he sentido un fuerte dolor de cabeza y luego... aunque yo creí que me levantaba del suelo y seguía haciendo lo que hacía esta mañana, mi madre me contó que me llevó al sofá, que bebí agua y que dormí hasta la hora de comer. No me acordaba de nada, de hecho, sigo sin acordarme.
  • Mhh... pero, ¿recuerdas qué has comido esta tarde? - Preguntó, apartando por un momento la vista del monitor azul.
  • Sí, claro, mi madre ha hecho tortilla de patatas, me he comido un filete y luego nos ha ofrecido unos bombones.
  • Ajá. Bueno, Francisco, tendré que hacerte unas pruebas. - Miró el calendario que estaba sobre su mesa y se dirigió a mi madre. - El centro la llamará para confirmarle la fecha de las pruebas que se le realizarán.
  • ¿Y qué pruebas serán? - Preguntó mi madre, interesada en la respuesta.
  • En principio, le haremos un electroencefalograma para estudiar la actividad cerebral y descartar posibles fallos en las conexiones cerebrales. - De nuevo, volvió a mí y me sonrió. - Pero tú no te preocupes; seguro que no es nada; serán los cambios de presión.
  • Muchas gracias, doctor. - Todos los levantamos de aquellas sillas verdes sin posabrazos – Que tenga una buena tarde.

Salimos de la consulta, primero mi madre y seguido de ella, yo. Como siempre había dos o tres personas en las sillas de la sala de espera, separadas por paredes de aglomerado. Caminé sin pensar muy bien en los pasos que daba, sumergido en mis pensamientos y, de repente, ella.
Estaba allí de pie, mirando por el ventanal, vestida con unos vaqueros y una sudadera. Unos ojos grandes y castaños con unas pestañas largas y abundantes; una nariz pequeña, pero respingona; unos labios finos y definidos. Su pelo moreno caía por sus hombros como cataratas que rompen en un riachuelo. Al mismo tiempo la sensación que desprendía significaba todo y significaba nada. Y ni siquiera reparó en mí, como de costumbre. Pasé por su lado y tuve que girarme para seguir contemplándola. Nunca la había visto pero no quería dejar de verla nunca.
¿Y su nombre? ¿Y su voz? ¿Y su edad? ¿Y sus gestos? ¿Su música? ¿Quién era ella?


Las siete de la mañana. Oscuridad y silencio en la habitación de Fran. El reloj anunciando la hora de levantarse.

La mañana pasó rápida entre clase y clase; Matemáticas, Sociales, Biología... Todo el mundo me preguntaba por mi frente; algunos me miraban igual que mi padre, algo que me hacía sentir extraño e incómodo. Llegó la hora del descanso y salí con mis amigos a desayunar.

  • ¿Habéis visto a la morena esa que ha venido hoy? Está buenísima. - Uno de mis amigos siempre comparaba el físico de cada una de las chicas que había en el instituto, ya podía ser gorda, delgada, rellenita, alta, baja, fea o guapa que él la iba a tener en cuenta, y ese día no iba a ser menos.
  • ¿Quién ha venido? - pregunté interesado.
  • Es esa, mira, la que está hablando con el director.

Una leve punzada me golpeó, esta vez más abajo. Mi corazón dio un vuelco. Era ella de nuevo. Ya no la recordaba a pesar de haber estado pensando en ella toda la noche antes de dormir. Era tan normal... pero esa normalidad era la que le daba la esencia de ser especial. No se esforzaba por parecer y no parecía alguien que no se esforzaba por ser. Se movía con soltura y parecía sacada de un cuento de pesadilla. La envolvía un halo de misterio que yo ansiaba descubrir, pero que mi inseguridad no me dejaba llevar a cabo.

  • Hola, soy Mot ¿Te dolió mucho? - Desperté de mi trance y volvió a latirme el corazón de una forma salvaje. Mis amigos habían desaparecido de mi lado. El patio estaba casi vacío aunque para mí sólo estaba ella. La tenía delante y ni si quiera la había visto llegar. Lo peor de todo es que no sabía cómo reaccionar.
  • Soy Fran. - Para mi sorpresa creo que me mostré bastante seguro de mí mismo, ni siquiera titubeé. - ¿De qué me suena Mot?
  • ¿Puede que de mota? - Sonrió, sus ojos se achinaron y me enseñó sus dientes, pequeños y alineados. Era preciosa.
  • ¿Es un nombre español? ¿De qué nombre es la abreviatura?
  • No, no. Ese es el nombre completo. Mis abuelos son sirios y mi padre también, así que algo sirio tuve que heredar, aunque fuera el nombre. - Su voz era para mí una melodía que me enganchaba. - Aún no me has dicho si te dolió.
  • ¿El qu...? ¡Ah, esto! - Acaricié mi frente para no hacerme mucho daño. - Bueno, ni si quiera me acuerdo cómo me lo hice.
  • ¿En serio? Entonces seguro que no te dolió demasiado – Carcajeó y me uní a ella. Estaba siendo maravilloso. - Bueno, creo que tengo que irme a clase. ¿Podemos hablar cuando salgamos? No conozco a nadie y tú pareces un buen guía de quién es quién.
  • Ah, claro. No tengo nada que hacer, sólo comer como un muerto de hambre. - Irguió una ceja, pero sonrió alejándose hasta la entrada del edificio.

Me quedé allí durante unos segundos, asimilando todo lo que acababa de ocurrirme. Cuando se marchó, de repente tuve frío. Era como si me hubieran destapado en plena noche y empezara a tiritar. Comencé a andar y llegué a mi clase, bastante más tarde que los demás, y la profesora me invitó a pasar advirtiéndome de que la próxima vez que ocurriera me impondría un castigo.
A diferencia de las tres primeras horas de clase, las tres últimas fueron eternas. No veía la hora de salir y encontrarme con ella. Esa idea me gustaba tanto como me aterraba. Aún no la tenía y tenía miedo a que me abandonara por otra amistad, alguien que encontrara más afín a ella. Por fin sonó la campana de salida y la estuve esperando diez minutos en la puerta del instituto. A cada segundo que pasaba más nervioso, hasta que apareció.

  • Lo siento, estaba hablando con uno de los profesores que me orienta para adaptarme al curso. Podemos vernos mañana si tienes hambre. Porque yo tengo muchísima. - Mientras se colocaba la maleta sonriente yo no paraba de mirarla con admiración, y no sé por qué , dije que sí, me iría a casa porque me estarían esperando. Fue un acto reflejo, en realidad ni siquiera me importaba llegar más tarde a casa para comer.

Por desgracia, nuestros caminos se separaban justo al salir del instituto, así que anduvimos opuestos el uno al otro. Yo, haciéndome preguntas que nadie respondía ¿Estaría pensando en mí? ¿Por qué se había acercado? … Me sorprendí a mí mismo embrujado por su pensamiento, viviendo algo que nunca podría haber imaginado.
Caminaba tranquilo la ruta diaria hasta llegar a mi casa absorto en mis pensamientos cuando miré el escaparate de una peluquería y me pareció ver a Mot reflejada justo detrás de mí con una expresión maligna, una sonrisa que daba escalofríos, pero que a su vez mantenía tus ojos puestos en ella. Sobresaltado miré hacia atrás, pero no encontré más que la acera vacía. Estoy fatal, pensé. Seguí mi camino y llegué a las escaleras que subían hasta mi casa; toqué en la puerta pero nadie me abrió. ¿Dónde están mis padres? Saqué las llaves del bolsillo derecho de mi mochila y abrí; olía muy bien, como si la comida estuviera recién hecha, y en el lugar que yo ocupaba a la hora del almuerzo en la mesa estaba un plato de arroz humeante con un vaso lleno de agua con hielo, un tenedor y una servilleta. Todo estaba preparado, incluso la tele estaba encendida. ¿Habría pasado algo que hiciera que mis padres tuvieran que irse inmediatamente sin ni siquiera poder apagar el televisor? Me acerqué y lo apagué, solté la maleta en mi habitación y volví para comer. La televisión volvía a estar encendida y una de las sillas donde mi madre solía sentarse estaba más retirada de la mesa que las demás. ¿Mamá? Pero nadie contestaba.
Y de nuevo en mi frente ese dolor punzante, cada vez más intenso, más insoportable. Conseguí sentarme a duras penas en una silla y de nuevo empecé a ver todo con dificultad, muy borroso, apenas podía distinguir más que colores que empezaban a confundirse entre ellos. Una voz, dos voces, una grave, otra aguda. ¿Dicen mi nombre? La verdad es que ya no veo nada, creo que he cerrado los ojos. Sé que sujeto fuerte la silla y mantengo mi mano presionada contra mi frente, pero no puedo sentirlo. Empecé a temblar y tuve miedo, sudaba y sollozaba, tenía frío, tenía calor... era un torbellino de sensaciones que me golpeaban como puños de acero frío. Por mucho que contara hasta tres esta vez no funcionaba, nada pasaba, el dolor seguía creciendo y las voces ahora sólo eran un murmullo desagradable que hacía ruido a mis oídos.

Llueve. Un frenazo, gritos de dolor, angustia, un pasillo largo, luces que se encienden y se apagan, murmullos, preguntas incomprensibles. Sus padres agonizando de dolor.
Desperté en mi cama sudando, contemplando si lo que había pasado era sólo una pesadilla o era real. Me destapé; aun tenía la ropa puesta. Cogí mis zapatos y me los puse. Salí de mi habitación desconcertado y allí estaba mi madre, sentada en el sofá con los ojos hinchados y llorosos, la nariz enrojecida y los labios cortados. Parecía que había estado llorando.

  • ¿Cómo estás, cariño? - me preguntó levantándose para abrazarme – Estaba muy asustada. De repente agachaste la cabeza, entraste sin decir nada, apagaste la tele... y nos mirabas tan raro...
  • ¿Qué? - Mi madre me estaba contando todo lo que había hecho sin que ella hubiera estado presente – Tú no estabas, mamá. Estaba solo.
  • No, cariño, estábamos contigo, esperándote para comer.

Me estaba volviendo loco. ¿Así era la locura? ¿Así de rápida, sin avisarte? Sin ni siquiera poder darte cuenta, poco a poco, para digerirlo...

  • Mamá, me estoy volviendo loco, ya lo sé. Mi cerebro está fallando. - La miré con cara de pánico, sin poder creer lo que yo mismo estaba contándole.
  • Cariño – sonrió – no te estás volviendo loco, son unos simples mareos de nada. No tienes por qué preocuparte.
  • ¿Y si no tengo por qué preocuparme, por qué lloras tú? - Empujaba las palabras una detrás de otra, obligandolas a salir.
  • Bueno... ya sabes cómo somos las madres, muy lloronas cuando a nuestro bebé le pasa algo. - Me acarició el hombro con ternura y tiró de él hacia ella para abrazarme. Esperaba oler su maternal aroma pero no conseguí oler nada; no había olor. Tras su abrazo me preguntó si quería comer algo y se dirigió a la cocina sin darme la menor opción a contestarle una negativa.
Terminé de comer sentado frente a la televisión sin hacerle mucho caso, encerrado en el dilema interno que mi lógica y mi razón intentaban solucionar. Y de un momento a otro me levanté, cogí un abrigo y salí a pesar de las advertencias de mi madre sobre el resfriado que podía coger. Todo estaba encharcado, ya había dejado de llover aunque seguía oscuro. Las luces amarillentas de las farolas iluminaban vagamente el paseo. Viento helado en la cara, manos frías, labios cortados y ella.
Ella de nuevo, su sonrisa, su pelo, sus ojos castaños con unas pestañas largas y pobladas adornándolos; sus manos finas y sus uñas largas; su cintura; sus piernas, ella en sí me envolvía en las sábanas más templadas durante aquella tarde de invierno helada.

  • ¿Qué haces por aquí? - Apenas me había dado cuenta, pero ya la tenía delante de mí, hablándome con su dulce voz de niña.
  • Estoy paseando. - Mi tono era seco, sin ningún matiz en la voz que denotara mi estado de ánimo.
  • ¿Te gusta el frío? - me preguntó, irguiendo una ceja.
  • ¿Por qué lo dices? - y sonrió. Cada uno de sus dientes lucían blancos y perfectos debajo de sus labios. El viento agitó su pelo y condujo su perfume hasta mi nariz. Podía olerla; podía saborear su encanto.

Se acercó poco a poco y mi corazón empezó a latir desmesuradamente. Estaba demasiado cerca, sonreía demasiado cerca. Tocó mi mano con la suya y las enredó juntas. Llevaba unos guantes negros que eran suaves al tacto. Estás helado, me dijo. Y sin darme tiempo para contestar, acercó sus labios a los míos. Me besó. Cerré los ojos. Sabía dulce y olía bien, pero de repente, me invadió una sensación de tristeza, de vacío. Hacía mucho más frío que antes y empecé a ver imágenes en mi cabeza. Empecé a relacionarlo todo. Lo primero que apareció en mis pensamientos fue Mot, ese nombre que me resultaba familiar significaba Muerte en la cultura siria. La imagen reflejada detrás de mí de repente, su repentina aparición, mis dolores de cabeza, el no poder ver a mis padres... ella era mi muerte.
Estaba en una habitación con paredes de un color blanquecino. Había un televisor colgado en el centro y una cama donde me encontraba dormido. Mis padres descansaban en dos sillones cercanos a la cama. Era una habitación de hospital. Mi rostro estaba pálido, más pálido que nunca, y en las máquinas que controlaban mi respiración y mi pulso parecía haber una mala noticia; estaba muerto. Una caja de bombones en una mesita con una nota en su interior, la mirada de mis padres, sus ojos hinchados y llorosos. Todo lo que había soñado durante mi periodo de coma era la realidad. Y comprendí todo, empecé a recordar, mi bicicleta perdió el control porque el asfalto resbalaba debido a la lluvia, una moto se cruzó en mi camino. Lo último que pude ver fue el paseo, las hojas cayendo y a lo lejos una figura sonriéndome. Era ella. Era Mot.